Y sigo esperando, que el brillo intenso que entra por mi ventana alumbre un poco la penumbra de mi alma. Que evapore aquellas telarañas que ciegan mis ojos, que sople y limpie el polvo que cubre mi corazón.
Frente a mis ojos. Esos ojos cegados que no pueden ver, aguardo un libro de páginas amarillentas, abierto justo en la página que me enseña y me indica cómo vivir.
Ahí espero, en ese pozo, ese mismo que a veces siento que me consume por dentro, pero que también me enseña a consumir mi miedo por vivir, a hacerlo inerte, a volverlo ceniza; en ese lugar donde ni siquiera el resplandor de la luna alcanza a tocar cada uno de los poros de mi piel, ahí espero.
Y cuando el tiempo de espera se haya consumado, cuando se me haya escapado, cuando haya volado de mis manos la esperanza y su llama haya dejado de arder, me resignaré a nunca más abrir mis párpados y permitiré que lo intocable, lo sensorial, lo infinito, lo eterno, me coja de la mano y me invite a soñar.
Triste... pero bello!
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